Nos juntamos tempranito ese día con la Gabi, ambas vestíamos short y polera, y cada una llevaba sendas bolsas de plástico, de esas clásicas de supermercado. Empezamos a recorrer la cuadra, pero no fue mucho lo que encontramos, apenas unos cinco. La Gabi propuso que nos alejáramos más hacia el este, lo cual estaba prohibido, de modo que me pareció una excelente idea. Total, era temprano, nadie nos veía, y fue maravilloso: encontramos montones. Algunos en excelente estado, otros un poco polvorientos y resecos, pero en fin. Estuvimos en eso toda la mañana, luego dejamos la cosecha guardada en un escondite espectacular en un sitio abandonado, y cada una se fue a almorzar a su casa. Después de almuerzo, la pasé a buscar a su casa, ahora el sol era inclemente pero no nos importó, fuimos a buscar nuestras bolsas y esta vez nos encaminamos hacia el oeste. Las hawaianas se nos quedaban pegadas al pavimento y el sudor nos corría por todo el cuerpo, pero nos moríamos de la risa y hacíamos nuestro trabajo con un entusiasmo sorprendente. En cierto momento mi bolsa pesaba demasiado, asi que me senté en la vereda y la Gabi propuso contarlos, a ver quién tenía más. Por supuesto, era yo, por eso mi bolsa pesaba tanto, pero esto le inyectó a mi amiga nuevos bríos para seguir buscando con un afán desquiciante que la llevó incluso a recoger algunos que tenían francamente mal aspecto, lo cual a esas alturas daba lo mismo, claramente ya no nos importaba la calidad sino el número. Al cabo de unas horas, o tal vez de un rato, no lo recuerdo muy bien, apenas podíamos cargar con las bolsas, cuyas manillas amenazaban con cortarse en cualquier momento. Nuestros shorts estaban negros de mugre, las rodillas para que decir, y nuestras manos no podían estar más pegajosas y sucias. Entnces lo decidimos; no buscamos más pues ya teníamos suficiente para ser el primer día y propuse que los laváramos, y así aprovechabamos de lavarnos nosotras un poquito también. Volvimos a la casa de ella, nos instalamos en el antejardín y con una manguera los lavamos a conciencia y aprovechamos de beber y también manguerearnos un poco. Mientras nos secábamos con el viento de la tarde, nos dimos cuenta que empezaba a irse el sol y tras discutirlo un par de segundos, decidimos abrir uno. La Gabi sacó de alguna parte una piedra grande y empezó a golpear el cuesco más bonito, éste se abrió sin gran dificultad y allí estaba: la mas bella y apetitosa almendra que nunca he visto ni volveré a ver. Se la llevó a la boca y la masticó con los ojos cerrados, un buen rato. Le pregunté cómo estaba y sin abrir los ojos me dijo que estaba rica, muy rica. Entonces le quité la piedra y también partí mi mejor cuesco, el más limpiecito, y mi almendrita era mucho más chica, le di una mascadita pequeña y era amarga, tremendamente amarga, asquerosamente amarga, pero cuando la Gabi preguntó cómo estaba , le mentí. Le dije que estaba muy rica y más dulce que las almendras del pan de pascua que había comprado mi mamá. Con la piedra nos turnamos y cada una partió como diez cuescos más y nos comimos las almendras en silencio, mirando como se hacía de noche. En un momento sentí el anuncio de algo raro en mis tripas, tomé mi bolsa, de un salto me puse de pie y dije que era hora de irme. La Gabi parecía sumida en profundas ensoñaciones de todos los cuescos de duraznos y tal vez incluso de damascos que podría encontrar durante el día siguiente, la semana siguiente, los años siguientes. Le dí un beso en la mejilla y me fui a mi casa, que por cierto, quedaba a dos casas de la de ella. Al entrar preferí dejar la bolsa con el tesoro en el jardín, y mi mamá me miró con ojos escrutadores. Un sudor frío me empapó al frente, ahí estaba yo, increíblemente sucia y pegajosa de pie sobre el flexit reluciente y recién encerado. Mi mamá me seguía mirando ahora de reojo, y luego con una voz perturbadoramente tranquila me preguntó qué había andado haciendo todo el día. Entonces con la mayor alegría que fui capaz considerando el descomunal dolor de estómago que se venía haciendo cada vez más agudo, se lo conté todo, las palabras salían atropelladamente de mis labios amargos, le dije que con la Gabi habíamos descubierto el negocio del año: vamos a vender almendras, sabemos como obtener millones, tengo una bolsa llena ahí afuera, y entonces ella me dijo, anda a bañarte y despues vienes a tomar once, y yo corrí al baño, menos mal porque ya no aguantaba más, estuve ahí como retorciéndome durante cuarenta minutos o tal vez una hora. Luego en vez de bañarme me lavé muy bien la cara y las manos, salía barro, mucho barro, y salí y tosí y le dije a mi mamá que no tenía hambre, que no quería tomar once, y ella se rió y me dijo que las almendras no vienen de los cuescos de durazno sino de un árbol llamado almendro. Entonces por primera vez en mi vida comprendí lo que significaba la frase "ser estafado" y por primera vez en mi vida sentí que "había perdido el tiempo", como si el tiempo pudiese perderse, qué ingenuidad. Tristemente caminé al antejardín, tomé la bolsa de los cuescos y la tiré a la basura, después entré y seguramente me debo haber bañado y acostado, aunque aun era temprano, y al día siguiente cuando la Gabi vino a buscarme la dejé que gritara mi nombre desde la reja muchas veces y no me asomé, solo la miré tras la cortina, y cuando se aburrió y se fue yo me acerqué a la biblioteca y tomé un libro y rabiosamente me puse a leer y leí todo el día y toda la semana y todo el año.