I.
Una calurosa noche de Enero, mientras estaba sentada en el baño escuchando los lejanos ladridos de un perro, sintió que su corazón se detenía. -Bolaño está muerto- murmuró desalentada. -No solo no fui capaz de enfrentar a Marechal, sino que además, el rey ha muerto. Pensó en Shakespeare y en Parra (“¿qué pensarían ellos de esto?”). Como una autómata, se puso de pie y se secó de mal modo, una gota de orina corrió por una de sus piernas quemándole la piel. Se lavó las manos y el rostro, salió del cuarto de baño y comenzó a recorrer las polvorientas habitaciones del primer piso, percatándose de que su corazón no sólo no había dejado de latir, sino que bombeaba sangre apresuradamente. La casa desierta le pareció una cárcel subterránea, una catacumba con tubos fluorescentes. De pronto sintió miedo, pero pensó que era normal. Al fin y al cabo solo hacía algunas semanas desde que había dejado de tomar sus medicinas. (“Ellas son las que en verdad me mantenían prisionera”, se dijo). Rememoró aquellos tiempos del hospital, cuando hablaba mucho más lento y le decía a la psicóloga que pensaba escribir un libro sobre la desconocida realidad de los recintos psiquiátricos.
Mientras subía lentamente la escalera, oyó los ya familares y por la misma razón odiosos gritos de la vecina. El niño se llamaba Daniel y por lo que pudo deducir era autista. Empuñaba las manos cada vez que oía los gritos de la mujer maltratando al niño, cada grito le parecía un fracaso personal, un trozo de muerte en vida.
II.
Aquella tarde en vez de dormir, como era su rutina, había ido al cine con un amigo al que no veía desde hacía tiempo. Su amigo hablaba incansablemente y ella no hacía más que asentir sistemáticamente frente a todo lo que él decía. El documental era sobre la vida de Nicanor Parra y el sonido era pésimo, pero a ella le gustaron las alusiones a Hamlet. Cuando se despidió de su amigo sintió una pena pequeña, seca, dulce como una nuez, si es que las nueces fueran dulces.
III.
Mientras deambulaba por las habitaciones vacías, decidió buscar un cuaderno y escribir. (“Todo el mundo espera que escriba algo” se dijo). (“Todo el mundo- se repitió -en realidad no es nadie, ya que nadie me conoce”). -Bolaño está muerto, él no esperaba que yo lo leyera, y sin embargo lo hago- dijo en voz alta en un tono que a ella le pareció lo más juicioso del mundo. Tras una búsqueda breve, encontró un cuaderno mediano (no le gustaban los cuadernos grandes) y pensó en anotar algunas ideas. Las ideas nunca conformarían un libro, se entristeció, porque seguramente nadie, nunca, se daría el trabajo de transcribir su endemoniada caligrafía. “-Quizás solo hago esto para sentirme menos sola y dejar de pensar en la temida realidad. No tengo ningún derecho a escribir, ya que solo escribo porquerías. Si cada letra valiera de algo, pero no es así-” masculló. Se quedó mirando el cuaderno cerrado sobre sus rodillas. “-Nada tiene sentido: ni emborracharse, ni tomar fotografías, ni escribir palabras ilegibles. Ni morderme las uñas... Nada tiene sentido, creo que lo mejor que puedo hacer es volver a tomar los estúpidos medicamentos, olvidar a Bolaño, y sobretodo, a Hamlet”-. Dicho esto, lanzó el cuaderno al suelo, se arrojó sobre la cama y cerró los ojos con fuerza.
(Por CPCC. 2010 posiblemente.)